Cosas del azar

Por Fernando Cabrejos Arauco

Un compañero de colegio, al que me limitaré a llamar “mi amigo”, gozaba del mal llamado ludopatía. Y digo gozaba porque él nunca perdía, o por lo menos mientras todavía mantenía contacto con él. En el colegio, muy religioso, esta pecaminosa actividad era condenada severamente, pero el círculo de malandrines estudiantiles no conocía reglas. Haciendo caso omiso a tales leyes, se escondían en la esquina más apartada, donde era raro ver a algún profesor merodeando. Siempre con un avizor que diera la señal de fuga –si es que era necesario–, pasaban recreos enteros entre fichas y cartas.

Para mi amigo, el día empezaba con la ambición de regresar a casa con más dinero del que llevaba. En la escuela, era el mejor de todos. Incluso, de vez en cuando se dejaba ganar unas partidas de blackjack o póquer, porque a veces los otros tenían miedo de perder irremediablemente contra él. De juego en juego terminó el último año, mientras que sus calificaciones bajaban y dentro de clase “su comportamiento daba mucho que desear” (según el tutor).

Al graduarnos dejé de tratarlo. Si bien había sido mi buen amigo durante la infancia, sus nuevos anhelos de enriquecimiento no eran bien vistos por el grupo. Supe por allegados que estudiaba en la Universidad de Lima, donde nadie lo conocía, pues apenas se asomaba a clases. Había comenzado a jugar en casinos, en los cuales pasaba muchas horas al día. Sin embargo, su suerte no era tan eficaz como contra los inexpertos escolares: para solventar el juego, comenzó a robar mochilas en la universidad.

La pregunta entonces era ¿qué hacía con el poco dinero que ganaba? Mis informantes no pudieron darme respuestas, pero advirtieron que el nuevo círculo que mi amigo frecuentaba era conocido por el uso de drogas varias. Tal vez haya sido el abuso de estupefacientes lo que lo induce a apostar, pero existe la posibilidad de que lo haga por el simple hecho de hacerlo. Los psicólogos señalan que la ludopatía encierra a sus aquejados en un círculo vicioso. Se enfrentan contra algo que da más pena que gloria, pero que a los ojos de los ludópatas se vuelve una gran satisfacción.

Este año volví a ver a mi amigo en una reunión de ex alumnos. Su clásico cabello corto era ahora un manojo de hirsutos pelos y se le notaba demacrado. Apenas cruzamos palabras, ya no teníamos confianza. Al día siguiente, un compañero me contó que mi amigo le había pedido dinero prestado. Supuestamente sus padres no le querían dar más, y él necesitaba capital para hacer un trabajo de la universidad. Curioso, investigué un poco y me di con la sorpresa que mi amigo no iba a clases desde el año pasado.

Al igual que una droga, el juego de azar produce el mismo patrón degenerativo. Lo que empieza como un simple juego, del que uno considera poder zafarse en el momento que desee, se torna una pesadilla vívida. Las relaciones amicales y familiares se ven mermadas y la depresión fluye por doquier. Peor aun es que, a diferencia de otras adicciones, no se le trata como debiera ser.